Muchas veces hemos oído decir: «eso no tiene perdón de Dios». En la televisión aparecen con cierta frecuencia personas que han sido dañadas, a veces de formas muy graves, y que simplemente dicen: «yo no le perdono». ¿Cómo perdonar a quien ha matado a un ser querido, o a quien ha causado daños que durarán toda la vida? Pienso en una mujer joven a la que un esquizofrénico empujó bajo las ruedas del metro, y que perdió sus dos piernas. Aunque el agresor era un enfermo mental, ¿cómo puede perdonar?
Cuando no perdonamos pensamos que de esa manera seguimos «castigando» al ofensor: no tiene nuestro perdón, y por tanto sigue siendo culpable. No nos damos cuenta de que, de este modo, más bien nos castigamos a nosotros mismos. El ofensor puede haberse olvidado ya de su ofensa, puede haber recibido su castigo hace tiempo, puede tal vez ni siquiera haberse enterado de que nos ofendió, o puede ya haber fallecido. La falta de perdón es un peso que nosotros llevamos, y no el ofensor. Es como una cadena que nos ata al que nos ofendió, y que nos pesa, nos ahoga, y nos quita libertad. Somos nosotros mismos los que nos castigamos con esta actitud; nos cargamos de amargura y terminamos siendo presas de nuestro propio pasado. La única manera de salir y superar esta realidad que todavía nos afecta es el perdón.
Si leemos la Biblia, pronto nos damos cuenta de que la expresión «eso no tiene perdón de Dios» más bien refleja nuestra incapacidad o nuestra poca voluntad para perdonar. La expresión refleja las heridas muy profundas que nos han dejado experiencias muy dolorosas. Pero no refleja quién realmente es Dios. En Jesús, en su vida, y sobre todo en su muerte, vemos la disposición de Dios para perdonar incluso los daños más profundos y más graves. El evangelio nos habla de un Dios de gracia que nos perdona personalmente todos nuestros pecados, todo nuestro egoísmo, todo nuestro orgullo. Solamente cuando descubrimos la profundidad del perdón de Dios nos hacemos capaces de perdonar. Solamente cuando descubrimos lo que Dios ha dado para perdonarnos, podemos realmente perdonar. Pues Dios se ha dado a sí mismo para reconciliarnos con í‰l. Tanto es lo que le importamos.
Ciertamente, hay experiencias que nos desbordan. Alrededor nos damos cuenta del sufrimiento injusto de tantas personas, y tal vez de nosotros mismos: violencia doméstica, abuso infantil, violación, tortura, etc. Todos coincidimos en que son experiencias muy fuertes. A los cristianos nos indigna mucho ver este escenario de dolor, violencia y odio. Pero la ventaja que tenemos los cristianos es que podemos superar este círculo de dolor, violencia y odio. Es verdad, reconocemos que tenemos poderosas «razones» para no perdonar. Pero también tenemos dos cosas de las que carece el que no tiene fe:
– La orden de Jesús de perdonar para poder ser perdonados (Mateo 6,12-15; o Mateo 18,21-35).
– La capacidad que nos da su Espíritu para perdonar. Cuando aceptamos a Jesús como Señor, su Espíritu entra en nosotros, y nos posibilita vivir de maneras nuevas, y hacer cosas que jamás pensábamos que podríamos hacer.
Vale, bien. Suponiendo que estamos de acuerdo con lo que hemos dicho hasta ahora, podríamos hacernos la siguiente cuestión: siendo conscientes de que para poder liberarnos internamente tenemos que perdonar, ¿cómo puedo perdonar de corazón a una(s) persona(s) a la(s) odio profundamente? Nos encontramos con un grave problema: la resistencia de nuestro corazón. A este respecto hay dos cosas que decir:
1) Perdonar no es un sentimiento, es una DECISIí“N. Si esperamos a sentir el deseo de perdonar, se nos irá el resto de la vida sin hacerlo. Más bien se trata de decidir incluso en contra de nuestros propios deseos. (por amor a Dios y por obediencia al mandato de Jesús).
2) No estamos solos en esta decisión. Esta decisión solo es posible en la fe de Jesús (Lc 18,27): «Lo que es imposible para el hombre (en este caso perdonar), es posible para Dios» (trabajar en nuestros corazones para que lo que una vez decidimos perdonar, lo podamos hacer de corazón). Cuando decidimos obedecer y seguir a Jesús, El hace posible la obra en nosotros. El no solo carga con nuestras cadenas, sino que venda nuestras heridas y nos hace renacer.
Y es que con él otra vida es posible. Los cristianos damos testimonio de que cuando rendimos nuestro corazón a Dios y le dejamos obrar podemos ver:
1. A lo grande: el perdón de lo que pensábamos imperdonable.
2. En lo pequeño: el perdón cotidiano (70 veces 7)
La historia del cristianismo está llena de hechos magníficos de perdón, a imitación de Jesús. Pensemos por ejemplo en Corrie Ten Boom, una cristiana holandesa que sobrevivió los campos de concentración nazi, a los que había ido junto con su familia por esconder a judíos de su país. Al comienzo Corrie odiaba a los nazis. Su hermana Betsie, prisionera con ella, le ayudó a verlos como personas atormentadas y esclavas de los poderes de este mundo. Y sobre todo le enseñó a perdonar. Betsie murió en los campos, mientras que Corrie fue liberada por un error burocrático. Todas las prisioneras de su edad fueron ejecutadas una semana después.
Tras la guerra, Corrie escribió al ciudadano holandés que había delatado a su familia, expresándole su perdón. í‰ste recibió la carta en la cárcel, y se convirtió a Cristo unas semanas antes de ser ejecutado. En sus escritos, Corrie señala que después de la guerra mundial, las víctimas que pudieron perdonar a sus verdugos fueron las que mejor pudieron rehacer sus vidas. En 1947, cuando Corrie estaba predicando en Alemania, se le acercó uno de los guardas más crueles del campo de concentración. Corrie sentía que no podía perdonarle, pero lo hizo por obediencia a Jesús. Según cuenta ella misma:
«Por largo tiempo nos estrechamos las manos, el antiguo guarda y la antigua prisionera. Nunca he experimentado el amor de Dios tan intensamente como en ese momento»