El anabaptismo originario fue un movimiento carismático. Para los primeros anabaptistas, el Espíritu Santo era la verdadera fuerza que dirigía el movimiento, que permitía una lectura renovada de la Escritura, y que se manifestaba en distintos dones y carismas. No se trataba solamente de obedecer a Jesús. Es que la obediencia radical solamente es posible por la obra del Espíritu Santo.
Cuando otros cristianos en el siglo XVI recurrían a la fuerza de las armas para defender sus ideas, los anabaptistas no sólo recordaban el mandamiento de Jesús de amar a los enemigos, sino que entendían que el recurso a las armas era una muestra de la ausencia de la fuerza del Espíritu. «No por el poder ni por la fuerza, sino por mi Espíritu» (Zac 4:6). Igualmente, el hecho de que en las reuniones católicas y reformadas solamente hablara una persona les llevaba a sospechar que el Espíritu no estaba actuando en ellas. La profecía, las lenguas, o los milagros no eran extraños para los anabaptistas.
Es verdad que, por diversas razones, algunas experiencias fueron desapareciendo con el tiempo, y en algunos casos se llegó a un cierto legalismo. En la teología anabaptista del siglo XX apenas se mencionó la dimensión carismática del anabaptismo. Sin embargo, a lo largo de la historia del anabaptismo, la presencia y la actividad del Espíritu Santo ha sido una referencia constante y una fueza de renovación. Es el caso de la historia de los Hermanos en Cristo, y de otros grupos anabaptistas. Hoy en día, la mayor parte de los anabaptistas viven en iglesias abiertas a la obra renovadora del Espíritu Santo.