El mundo que conocemos está atravesado por guerras, injusticias, y opresión. Basta echar una ojeada en torno nuestro para darnos cuenta de cómo el dolor, la falta de sentido, la ira, la tristeza y la falta de perdón afectan y destruyen la vida de tantas personas. Cuando queremos encontrar una explicación para todo esto, lo normal es echarle la culpa a los demás: ciertas personas son las culpables de nuestra situación: los líderes mundiales, nuestros vecinos, nuestros jefes, nuestros familiares, las estructuras, etc.
Pero todas estas explicaciones, con lo que puedan tener de verdadero, suelen servirnos para pasar por alto algo muy importante: nosotros mismos, cada uno de nosotros, somos parte del problema. Hay algo en nosotros que está mal, y que no nos permite vivir según el plan de Dios para nuestras vidas. Como dice la Escritura: «todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Romanos 3:23).
La Escritura llama a esta situación pecado. Muchos han sido educados a pensar que el pecado es simplemente una falta moral. No se trata de eso. El pecado es algo mucho más profundo. El pecado consiste en habernos convertido a nosotros mismos en el centro de nuestras vidas. Nos hemos sentado a nosotros mismos en el trono de nuestro propio corazón. Y esto, en lugar de traernos la felicidad que el mundo nos promete, solamente nos trae soledad y tristeza. Por eso nos encontramos «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Efesios 2:12).
La Biblia enseña que todos los problemas del ser humano tienen últimamente su raíz en el pecado. Todos los intentos de salir de esa situación, mientras sean intentos nuestros, no superan el problema principal, porque seguimos siendo el centro de nuestro propio corazón. Sin embargo, Dios tiene una solución.